Por Eduardo Bechara Baracat
Lustro la cara de mi guitarra criolla con un paño humedecido. Compré cuerdas nuevas en el negocio de mi amigo fotógrafo “Pata” Vera, y recién las he colocado. El tubo fluorescente refleja su frialdad en la madera de ciprés barnizada. Pruebo con mi pulgar la sexta cuerda, gruesa y brillante. Al accionarla, vibra echando un tono desafinado que se apaga hasta enmudecerse. Tendré tiempo de corregirlo antes de actuar. Guardo la viola y descubro que los herrajes del estuche están oxidados. La compré hace quince años. Pasé diez fuera de mi ciudad, dando vueltas por ahí. Tengo cicatrices nuevas, dolores viejos, y asuntos pendientes. Esta guitarra jamás me ha pedido nada, y me ha dado todo: su tiempo, su voz, su cuerpo y su alma.
Esta noche tocaré con Martín Bravo, un cantorazo de Tulumba. Me ha delegado la responsabilidad de tocar los ritmos de base. Sin embargo, el “bombisto”, Darío Lazzarini, tiene más responsabilidad aún. El tempo representa el corazón (temperamento) de la interpretación. Ica Novo lo explica claro: “Para cantar chacarera / hay que sentir bien hondo / hasta que sean uno solo / corazón y bombo”. No puedo hablar de los misterios de la dodecafonía. Schomberg, Brahms, Stravinsky y Mozart me son ajenos. Soy un guitarrero de asado, experto en el ritual de los abrazos, conectado al folclore por el cordón umbilical del vino tinto de las sobremesas.
La voz de un artista llega debilitada a mis oídos. El viento arrastra su eco por el aire como si fuera un turista ebrio que se desvanece al llegar a mi casa. Esta noche es especial: estrenaremos una zamba que escribí. Se llama “Dean Funes a lo lejos”. Habla de un viajero que vuelve al pueblo. Ha estado lejos del pago.
Sufrió desamor, aislamiento y lejanía. He descubierto por qué escribo canciones—y otras cosas—: quiero exorcizar al olvido. Al hacerlo, me estrello contra la madre de las verdades absolutas. Un día esta casa, aquellos hermanos, mis canciones favoritas y, por ejemplo, aquel cuadro de Gabriela Francescón colgado en mi cuarto, de su época hiperrealista, me serán tan ajenos como la vida misma. Escribo porque camino asustado por un laberinto, del cual saldré para transformarme en polvo de estrellas. Sin embargo, mi enemigo no es la muerte.
Algunas de mis canciones hablan de mi pueblo. Estoy atado a él por un lazo patológico. Hace un año volví con la idea de pasar un mes y seguir viaje.
Subestimé la gravedad de mi tierra que todo lo succiona y todo lo vuelve suyo.
Quedé por un año atrapado en sus historias, sus calles, sus noches de bohemia, sus paisajes “sanzanescos”, y sus personajes de ficción. Mi ciudad parece elegir a sus habitantes. Cada vez que hay que partir decido no hacerlo. Tengo la certeza de que Dean Funes me eligió para ser suyo. Quizá sea tiempo de quedarme para siempre.
Salgo a la calle empuñando el estuche de mi viola. Calzo unas sandalias de cuero negro que compró mi mujer Lorena, en el Mercado Modelo de Salvador de Bahía. Visto una camiseta con un cacique indio estampado en el torso que conseguí en Itacaré. Olvidé echarme desodorante. Como estoy al borde de la soledad absoluta, supongo que a nadie le molestará el hedor de mis axilas. Al pasar por el casino, veo las bicicletas estacionadas en la entrada. El cartel luminoso titila y parece reírse de la impotencia de una señora de unos setenta años que, por su lenguaje corporal, ha sido despojada de su dinero. Monta en su bicicleta y cuelga en el manubrio una bolsa con escasas provisiones del supermercado. Sale pedaleando con dificultad, dando bufidos. Cuatro personas testifican el hecho con la vista clavada en el piso, a la espera que sus cigarrillos se consuman. Quieren entrar y apostar de nuevo. Uno de ellos aspira hondo una pitada y echa la colilla humeante en el piso. La extingue de un pisotón con un mocasín de cuero roto. Camina hacia la entrada, exhalando el humo a toda prisa. Intentará sobreponerse a la indiferencia glacial de la diosa Fortuna, que lo espera con sus garras filosas, sus luces estridentes, y sus promesas de político corrupto. El amor y el juego, a menudo, son asuntos de suma cero: lo que ganan unos es lo que pierden los otros.
Salgo a la calle empuñando el estuche de mi viola. Calzo unas sandalias de cuero negro que compró mi mujer Lorena, en el Mercado Modelo de Salvador de Bahía. Visto una camiseta con un cacique indio estampado en el torso que conseguí en Itacaré. Olvidé echarme desodorante. Como estoy al borde de la soledad absoluta, supongo que a nadie le molestará el hedor de mis axilas. Al pasar por el casino, veo las bicicletas estacionadas en la entrada. El cartel luminoso titila y parece reírse de la impotencia de una señora de unos setenta años que, por su lenguaje corporal, ha sido despojada de su dinero. Monta en su bicicleta y cuelga en el manubrio una bolsa con escasas provisiones del supermercado. Sale pedaleando con dificultad, dando bufidos. Cuatro personas testifican el hecho con la vista clavada en el piso, a la espera que sus cigarrillos se consuman. Quieren entrar y apostar de nuevo. Uno de ellos aspira hondo una pitada y echa la colilla humeante en el piso. La extingue de un pisotón con un mocasín de cuero roto. Camina hacia la entrada, exhalando el humo a toda prisa. Intentará sobreponerse a la indiferencia glacial de la diosa Fortuna, que lo espera con sus garras filosas, sus luces estridentes, y sus promesas de político corrupto. El amor y el juego, a menudo, son asuntos de suma cero: lo que ganan unos es lo que pierden los otros.
Vivo a cuatro cuadras del anfiteatro municipal que fuera construido a los fines de celebrar el festival. Uno de los responsables de la creación de este evento es el abuelo del artista Marcos Manzur: don Abraham Manzur. Los altos parlantes del estadio Fuhad Cordi—otro de los grandes pioneros de este evento—echan los repiques de una chacarera de Néstor Garnica. La canción me llega nítida, aunque me parece demasiado patriótica. “Levantate cagón / que acá canta un argentino”, canta el artista, tal vez blandiendo el puño en el aire. Lo imagino enfrentando a una pequeña multitud con los ojos enardecidos de orgullo. La identidad albiceleste se les vendrá a los lagrimales. Sentirán que los argentinos somos grandes guerreros dignos del mas solemne respeto. Hemos construido este país glorioso talando esos montes llenos de obstáculos para sembrar nuestra sojita. Nos hemos sacado de encima a todos esos indios molestos para poder darle rienda suelta a los sueños. Hemos votado—a menudo dos veces—gobernantes ladrones, unos caníbales de saco, corbata y gafas negras que llegan al poder solo para enriquecerse a costa de la ignorancia. Los aguantamos con la cabeza gacha como condenados al patíbulo. Después, les escribimos canciones que luego interpreta Gardel. Tenemos una super industria de jugadores de fútbol que exportamos por millones de euros y maestros que cobran miseria. Todavía aceptamos que los hacheros del obraje sean cautivos de los terratenientes, esos grandes arboricidas. Aceptamos con resignación nuestra prensa inútil que fomenta el olvido de lo importante y nos entrega a cambio, entre otras cosas, las tetas de Moria Casán, los culos siliconados de las vedettes, la filosofía del magnate Fort, y el resto de la vulgaridad anestésica que nos degrada.
“Soy el olvidado, el mismo que un día / se puso de pie tragando tierra y saliva / camino hacia el sol / para curar las heridas”, continúa el artista, apelando a nuestra compasión por los que han sido dejados atrás. No me queda muy claro que significa ser argentino. Tengo un documento verde que me da la identidad, un acento y mis prejuicios. Solo eso. En el anfiteatro tal vez alguien lo entienda. Por el sonido de los aplausos, habrá unas dos mil personas presentes. La canción de Garnica es una ficción. El personaje intenta curar las heridas de la injusticia caminando bajo el sol recalcitrante. La idea me parece sublime, aunque esta canción es ilusionista. Aún así, tiene alma y anhelo revolucionario. Como dijo Facebook: “Me gusta”.
Alguien me contestará que significa, de verdad, la tradición argentina. Después de todo, eso es lo que estamos festejando esta noche. Me lo explicará con un juguete chino en su mano que compró a la salida, vendido por un hermano senegalés, manufacturado por un esclavo tailandés, mientras admira el espectáculo de la doma. Los gauchos castigan con sus látigos y espuelas un caballo que llora, mudo, el dolor del cautiverio mientras el metal hiere sus ingles. Lo hará mientras esperan que empiecen a cantar unos muchachos de poncho, sombrero, Blackberry y bajo eléctrico Yamaha.
Algunos motivos gauchescos me parecen un poco “patrioteros”. A veces me parece que hay una explicación. Los inmigrantes, que eran tratados como la última hez de Europa, llegaban desposeídos al Río de la Plata. Movidos por el hambre, prosperaban y terminaban convirtiéndose en gauchos de la élite. Refregaban la diferencia económica en la cara de los pobres, y aborrecían a los “gringos”, olvidando quienes eran cuando vinieron muertos del frío (y del miedo) en un barco hacia un destino incierto. Victimizaron a sus hermanos, los que ahora son los gauchos empobrecidos.
Algunos motivos gauchescos me parecen un poco “patrioteros”. A veces me parece que hay una explicación. Los inmigrantes, que eran tratados como la última hez de Europa, llegaban desposeídos al Río de la Plata. Movidos por el hambre, prosperaban y terminaban convirtiéndose en gauchos de la élite. Refregaban la diferencia económica en la cara de los pobres, y aborrecían a los “gringos”, olvidando quienes eran cuando vinieron muertos del frío (y del miedo) en un barco hacia un destino incierto. Victimizaron a sus hermanos, los que ahora son los gauchos empobrecidos.
El nacionalismo es una cuestión rara que aún no entiendo. A menudo, escucho que las personas usan el término “boliviano” de manera peyorativa. En Bolivia no tendrán cuatro mil kilómetros de costa. Pero conservan la mayoría de sus lenguas, y las etnias han sobrevivido al holocausto español. Ah!, y un verdadero “boliviano” los gobierna.
Voy llegando a la avenida en donde están los puestos de venta. Debe haber más de cien, apelotonados unos al lado de otros. Un payador rima los momentos de la doma poniendo acento criollo, haciendo gala de su argentinidad. Conozco el folclore y sus rituales. He pasado muchas horas de mi vida aprendiendo en una de las catedrales máximas del género: la casa de mis hermanos Los Pacheco. Me transmitieron (con pedagogía sobrenatural) que el folclore vive en mesas llenas de canto, en reuniones de familia y amigos que se pasan la guitarra pregonando sus canciones con el corazón, sean de quienes sean. El folclore es solidario y no elitista. Los que más saben apoyan a los novatos y los promueven compartiendo con ellos los códigos. Les enseñan de a poco los detalles de este universo fantástico. El respeto silencioso por la ofrenda del cantor es indispensable. La competencia no existe. El interés, el comercio y la frivolidad quedan lejos de ese ritual. Eso es el folclore en líneas generales.
Abraham Manzur, Fuhad Cordi, y el resto de los pioneros de nuestro festival, conocían el concepto cuando comenzaron esta aventura a mediados del siglo pasado. Pensaron que esta sería una ciudad ideal para “pregonar” mensajes en forma de arte. A la sazón, la prosperidad permitía que los sueños germinen. Pero Dean Funes cambió. Con la lentitud con la que se muere una rana en agua caliente, su fulgor se fue apagando, las industrias cerrando, los sueños cediendo, y sus habitantes enmudeciendo. Se por qué soy adicto al ayer: soy un deanfunense que sabe que lo pasado fue mucho mejor.
Me encamino a la puerta trasera del estadio. Me apretujo contra la multitud que va y viene. El estuche choca contra un señor mayor y le pido disculpas. Me arroja una mirada fuerte, y rompo el contacto visual. Faltan unos cien metros, pero tardaré unos quince minutos en atravesar la calle. Espero llegar temprano para repasar por última vez las canciones. Hay olor a carne asada, y unos niños corren en la vereda echándose espuma loca. El show tiene que ser un éxito. Ojalá mi canción le guste a alguien. Me ha pasado que he escrito canciones y el olvido las sepulta en su alcantarilla de bruma. Soy conciente de las palabras del poeta brasileño Drumond de Andrade: “Solo lo bello queda”.
Me pregunto que diría don Abraham Manzur. ¿Sabría decirme que significa celebrar la tradición? Intentaré una respuesta: “Y, m´ijo, no se, pero seguro que no es este mercado persa de imitaciones de ropa de marca y no son estas calles rotas por las estacas de los puestos que vienen a vendernos cualquier cosa y se van dejándonos mugre. No se m´ijo, pero esto no”. Tomaría aire, como los viejos sabios, y continuaría: “M´ijo, este festival es para puedan disfrutar en familia a los artistas populares, esos que traen la voz del pueblo. Sobre todo, m´ijo, todas esas personas humildes que trabajan todo el año y no pueden pagarse vacaciones. Por eso es bueno traerles alegría y artistas que nos honren, m´ijo”.
¿Acaso lo sabrá don Fuhad Cordi? El lo debería saber. Empeñó dos estancias en 1950 para construir con sus propios fondos el estadio que ahora es de todos nosotros. Trabajó codo a codo con los artistas regionales, y murió en una pobreza total. Este mismo estadio que hoy sirve para exhibir una gigantografía del intendente de la ciudad. Su rostro aparece en el centro, de perfil, emulando a un paladín de la justicia. Me recuerda a Barak Obama, pero sin sus estudios, sin su lealtad a un ideal, sin su carisma y sin su piel morena. Ha estado en el poder la mitad del tiempo que Hosni Mubarak, el derrocado autócrata egipcio. No conozco el sonido de su voz.
Don Fuhad me diría: “mire m´ijo, el festival no es una oportunidad para que los políticos cuelguen carteles inmensos con basura ideológica para lesionar el albedrío (ya enrarecido por las dádivas) de los pobres habitantes de la ciudad. Diría “m´ijo, menos en este estadio que construí para que los habitantes celebren una fiesta popular”. Don Fuhad estaría un poco extrañado. El fue un militante de nuestra música. Un respetuoso de la cultura que albergó a folcloristas del calibre de Yupanqui, Daniel Toro, Mercedes Sosa, y muchos otros, cuando aún no los conocían bien. “¿Y la tradición m´ijo?”, preguntaría Don Fuhad ante el grito de un ciudadano nigeriano que ofrece réplicas de Versace, Dolce Gabbana y Louis Vuitton, extendidas sobre un mantel sobre el asfalto. “Y, no se don Fuhad”, le respondería abriendo las palmas de mis manos. “Algo mutó”.
Al llegar a un puesto de choripanes, a veinte metros de la puerta trasera del estadio, topo con una legión de jóvenes risueñas, repartiendo panfletos todo color con la imagen del intendente y la palabra “Si”. Deben ser unas veinte promotoras que van y vienen por todos lados, sin saber exactamente que es lo que están promoviendo. Es un referendo que llama a destituir de sus cargos a otros políticos, que a su vez andan promocionando el “No”. Yo tampoco lo entiendo del todo, para ser franco. Sus camisetas y sus gorras ostentan estampados coloridos con la misma imagen de la gigantografía. Me pregunto de donde saca el dinero para semejante campaña publicitaria un simple burócrata servidor del pueblo. Una de las jóvenes me intercepta acarreando una resma de panfletos. Tiene los pechos generosos, piernas torneadas, minifalda, y una sonrisa pintada de rojo furioso. Su boca se asemeja a un durazno que quiero morder. Me ofrece un panfleto. Le agradezco negando con la cabeza.
- Dale, recibilo, ¿si? así terminamos con esta tortura—suplica con ojos brillantes. Su voz dulce gatilla en mi mente una serie de imágenes.
- Mirá preciosa, normalmente tengo el “Si” fácil, pero te juro que en esta ocasión tengo que rechazarte—le contesto agudizando mi mirada de perro callejero—A veces la vida es como un gran restaurante con un menú de dos platos: el “Si” y el “No”, cuando queremos pedir “váyanse todos a la mierda”—agrego levantando los hombros con una sonrisa.
En el 2009 descubrieron un manuscrito lacrado bajo una baldoza en el confesionario de la capilla de San Vicente. “Aweri you tenki fore monsiti aja curruntu mununa taripeichi cucharata. Ayas pippa lucas pukro siripo puyo carañi. Firmado, la gitana”. Mucha gente cree que el festival es víctima de ese hechizo. Se cuenta que unos brujos se reunieron en un aquelarre en San Vicente, al pie de la montaña, y descargaron un camión entero de sal maldita, condenando al olvido nuestro festival. Los lingüistas rastrearon los vocablos y descubrieron raíces romaníes en el conjuro. Al parecer, echa una maldición clara: lluvia y frío cada vez que el evento se realice, sea la fecha que sea. La comisión organizativa, para paliar el efecto de la maldición, cambió de fecha, y por las dudas, acortó los días de duración. Al principio eran diez días, después una semana, y ahora tres días. Es la mejor explicación de por qué nuestro festival entró en desgracia y ahora dura un suspiro.
Camino y diviso una estatua en el medio de la plaza. Sus callejones de piedra rojiza conducen a un monumento del libertador San Martin. “¿Y usted mi general? ¿Sabe qué es la tradición?”, quiero preguntarle. Me contestaría: “m´ijo, no se, yo solo soy un masón educado en España, que cruzó en caballo a Chile, que fundó una logia en Londres, y se fue a morir a Francia”.
Entro al estadio y me encuentro a Martin Bravo. Fuma y se pone nervioso porque es un perfeccionista. Camina de un lado a otro pensando, tal vez, en que nadie es profeta en su propia tierra. Hay canciones que solo un puñado de elegidos, como él, pueden cantar. Entre ellas, hay una que me fascina y se llama “El Antigal”, un homenaje al pueblo indio que compuso Daniel Toro. Faltan algunos minutos para subir. Miguel Rivaynera, un guitarrista virtuoso, ata su pelo con una cola de caballo. Javier Levis, otro guitarrista jóven de mi ciudad, afina su guitarra. Abro el estuche, saco la mía, y respiro su perfume a madera. La pongo junto a mi pecho. Corrijo las cuerdas apretando las clavijas. El humorista que actúa cuenta un chiste que se mofa de los gays. La gente ríe. Luego otro, de connotaciones machistas. La gente vuelve a reír. Luego otro, que se burla de un gangoso. En el humor tal vez se encuentre la raíz de la idiosincracia de mi pueblo, pienso mientras pruebo un trago enorme de sangría que me convida Darío Lazzarini. El asistente de sonido pregunta por la formación de la banda, con un plano del escenario extendido en su mano.
- Cinco micrófonos, tres líneas. Uno al frente, otro para la batería, tres para las violas—contesta Martín aspirando el humo del cigarro.
- ¿No hay bajo?—pregunta tomando nota.
- No—responde Martín—. Quiero que suene tradicional como mi próximo disco, que se llama “A tierra”.
- Todo listo—contesta el asistente levantando el pulgar.
Subimos al escenario para enchufar nuestras guitarras y acomodar la batería.
Ecualizamos las señales de los instrumentos mientras el humorista termina su rutina con un chiste de porteños arrogantes, festejado por la audiencia. El viento acaricia mi piel. Mi corazón late fuerte. El locutor anuncia a Martin Bravo. Aparece y el estadio lo recibe con un aplauso. Mi guitarra brilla con las luces de colores. La platea está llena de personas. La popular esta casi vacía. Los gauchos esperan sentados en el campo con su rebenque y sus disfraces, como los gladiadores en el coliseo romano esperaban a los leones. Estoy seguro que entre la multitud, debe haber alguien me quiera (y alguien que no). Hay un puñado de intrépidos que se aventuran al frente del escenario. Algunos tienen una mueca estática en forma de sonrisa, y acarrean un pote de plástico de un litro y medio de vino tinto. La musa que habita en los viñedos, colorea sus ojos y disuelve sus dolores en lo profundo de sus vasos. Simplemente lo se: la vid es mi planta sagrada.
Interpretamos una zamba de Marcos Manzur, una chacarera de Alejandro Gobbi, hasta que Martin canta la zamba que escribí y él musicalizó:
“Vuelvo para Dean Funes / para encontrar esta vez / bajo la pasarela, entre las vías del tren / como durmientes rotos pedazos de mi niñez”. Su voz suena emocionada. El también conoce la desesperación de la lejanía y el olvido.
Interpretamos una zamba de Marcos Manzur, una chacarera de Alejandro Gobbi, hasta que Martin canta la zamba que escribí y él musicalizó:
“Vuelvo para Dean Funes / para encontrar esta vez / bajo la pasarela, entre las vías del tren / como durmientes rotos pedazos de mi niñez”. Su voz suena emocionada. El también conoce la desesperación de la lejanía y el olvido.
Miguel, Cachilo, y Darío pierden la vista en el vacío. Nuestras manos ejecutan un ritmo de influencias africanas y españolas que fue nacionalizado por la aduana de nuestro corazón. El tempo es exacto. Los arreglos fluyen y la melodía se desencadena. Nos miramos alentándonos: todo está saliendo a pedir de boca.
El locutor contempla con media sonrisa y brazos cruzados. Mi guitarra está afinada por la luna, que se burla de los gitanos y sus maldiciones. Las estrellas alumbran los rostros sonrientes de mi gente. Mi zamba continúa volando por el estadio:
“Ya no seré aquel niño / jugando en el andén / verás a un sobreviviente / viajando en el ayer / náufrago de la noche, me abraza el amanecer” finaliza Martín, abriendo sus brazos a la multitud. Los aplausos me llenan el alma. Mi cuerpo los metaboliza y detallo la piel de gallina en el anverso de mi mano. Siento una felicidad que el olvido se tragará en cuestión de minutos. Mis ojos deben estar brillando. Nadie más lo sabe.
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